Que desaparezca la presión social…
Por Josephine Bodin. @josephinbodin
Estudiante de Ciencias Políticas, desde Belfort, Francia.
Me digo, ciertos días, que muy pocas veces en mi vida voy a volver a vivir un periodo así.
Soy joven. Somos jóvenes. Somos parte de una población que debería salir todos los días de fiesta, disfrutar de sus años de imprudencia, de insolencia, de juventud simplemente. En vez de eso, pasamos nuestros días dentro, nuestras noches fuera en mente, en otro universo virtual que se ha creado con y para nosotros. Nuestros amigos también han vuelto a ser virtuales. Nuestras relaciones, besos, abrazos y primeras veces. Es cierto, que las restricciones hacen que no es fácil tener 20 años en 2020. Mientras que mis hermanos, primos y amigos mayores han podido disfrutar de sus años universitarios llenos de nuevas amistades, fiestas, encuentros y experiencias nuevas, nosotros estamos condenados a seguir clases online, mirar a Netflix y esperar a poder salir de casa como si estuviéramos en guerra. Entonces, parece normal que cada vez que se alivian un poco estas restricciones, nadie se puede confiar de nosotros: somos salvajes, llevados por un instinto de libertad que va más allá de la sola época en la que vivimos. Este instinto, todas las generaciones la han tenido. A la nuestra, en vez de una verdadera guerra, solo le ha tocado el coronavirus.
Estamos en guerra, es verdad. Estamos frente a una guerra invisible, que hace que nuestros instintos de sobrevivencia se han cansado en esperar algo que no aparece, pero que sigue aquí. La amenaza del virus parece disminuir y, por lo tanto, nos dejamos llevar por una alegría que parece nueva a cada alivio de restricciones, después de tantos tiempos de vida virtual. ¿Nos abren las discotecas? Vamos. ¿Nos abren los bares? Vamos. Hemos llegado a este punto de que si nos abren los centros de votación, volvemos a votar.
Me digo, ciertos días, que muy pocas veces en mi vida voy a volver a vivir un periodo así. Y lo espero. Pero dentro de todo este caos, los jóvenes no sabemos ya como tenemos que vivir. No sabemos muy bien si debemos seguir disfrutando, trabajando por cosas que nos parecen aún mas lejos de lo habitual, volvernos “vampiros“ que viven solo en las noches. No lo sé, la verdad.
Dentro de todo este caos, lo más positivo sería que nadie nos apresure a pertenecer al modelo establecido de la juventud al que necesariamente tendríamos que identificarnos: ya no estamos obligados a preguntarnos, cada sábado, lo que estamos haciendo con nuestras vidas, si nos quedamos en casa mirando «Friends» o «Mama Mía», en vez de salir a carretear, emborracharnos o estar fuera. Ya nadie nos apresura a ser irresponsables, a “disfrutar”, a visitar una ciudad según sus discotecas, bares, y barrios animados de noche. Ya no hay nada malo en ser joven y levantarse temprano para ir a estudiar, a visitar museos o a leer toda la tarde. No hay nada malo en estar solo, en la época de nuestras vidas en la cual deberíamos tener muchos amigos y hacer encuentros. Dentro de todo este caos, lo que ha desaparecido, es la presión social de ser alguien que no necesariamente queremos ser. Y me digo, ciertos días, que nunca en mi vida voy a volver a vivir algo parecido.
La presion social la podemos ver y sentir. No hace falta que nos la introduzcan. Esta en el entorno, en la forma en que funciona el mundo. Debido a ella, es posible que creamos que una parte de nosotros es diferente de la de la mayoria de las personas y pensemos que no esta bien o que podria ser mejor.